En su forzoso retiro
-que a un misántropo declarado como él no le resultaba especialmente
mortificante- cavilaba Ortiz sobre el
uso de las mascarillas en las actuales circunstancias de emergencia sanitaria.
Y no le encontraba más que ventajas a su uso generalizado, que él sancionaría
como obligatorio.
"Además de sus
evidentes beneficios para prevenir el contagio -no hay palabra menos agradable
para un solitario que esta- la mascarilla vela una parte de la cara imprescindible en la expresión de emociones. La boca y sus alrededores con
todos los músculos implicados quedan así felizmente ocultos. Ese semáforo
delator es sustituido por una superficie neutra, impasible. Se nos ahorran así
sonrisas de felicidad, muecas de asco, mohínes irónicos, labios abiertos por el
asombro y besos de Judas. La máscara es el rostro de la tragedia: bien lo
sabían los griegos, y por eso los actores la portaban. No estamos para
sentimientos ajenos, bastante tenemos con gestionar los nuestros y con procurarnos
un poco de estabilidad anímica..."
Y en su delirante cruzada
a favor de la imperturbabilidad concluía
Ortiz: "Creo que sería muy
conveniente universalizar su uso cuando este virus sea vencido. ¡Qué magnífico
descanso! ¡Qué bello espectáculo, de ciudad asiática, todo el mundo desprovisto
de gestos, que tanto complican la vida! Algo bueno nos habría traído la
pandemia."
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