Todos los días, al sonar las ocho, abandonaba lo que estuviera haciendo y salía al balcón a aplaudir.
Dieron en llamarla la loca de las ocho en punto.
(Lejos quedaban aquellos días en que el patio restallaba de aplausos como si fuera un teatro, pero ella se negaba a aceptar que el agradecimiento tuviera fecha de caducidad. No quería contribuir al olvido, esa forma de ingratitud.)
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