Decidió no cortarse el pelo ni
afeitarse mientras durase la cuarentena. Era una forma de medir el tiempo, de
obligarlo a manifestarse. Los amorfos días tendrían así un sentido, por
elemental que fuera: el crecimiento. Tras las sucesivas prórrogas decretadas
para intentar frenar el voraz apetito de la pandemia, el día en que, por fin, se levantó la
prohibición, el pelo le llegaba casi a la cintura y la barba al pecho. Se miró
en el espejo procurando recordar cómo era antes del confinamiento y,
de golpe, hubo de reconocer que estaba irreconocible.
Salió a la calle. La gente lo miraba,
él mismo se veía reflejado en los escaparates. Parecía un náufrago, un robinsón
urbano. Y por primera vez en su vida sintió que tenía el aspecto que de verdad le correspondía.
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