Últimamente tenía la impresión de que sus manos estaban siempre
sucias, contaminadas, a pesar de que se las lavaba con mucha frecuencia. La
sensación de limpieza le duraba poco tiempo, cada vez menos.
Pero lo peor
estaba por llegar. Todo lo que tocaba -la manilla de una puerta, un vaso, las llaves, la piel de su mujer- podría contagiarlo. El libro que estaba leyendo, sacado de la
biblioteca pública, también. A saber cuántas y qué sucias manos habrían pasado
sus páginas. Lo cerró, aprensivo, y fue corriendo al lavabo.
Levantó la palanca del grifo. Se enjabonó a conciencia y dejó que el chorro refrescante se
deslizara sobre la piel llevándose los gérmenes. Se demoró mirando las pompas
de la espuma que se resistían a desaparecer por el desagüe. Cuando cerraba el
grifo lo asaltó una certeza: la palanca debía de estar forzosamente contaminada
porque no hacía ni un minuto que él la había tocado con sus manos sucias para
abrirlo. Volvió a levantar la palanca, se lavó de nuevo y al ir a cortar el
agua volvió a tropezar con la misma sospecha. Y allí sigue, prisionero en el
bucle, lavándose y ensuciándose, cerrando y abriendo el grifo, incapaz de
lograr la perfecta pureza.
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