-No cruces la frontera negra -le
advertía su madre desde siempre.
Pero era joven, y curioso. Un
explorador. Estaba aburrido de vivir siempre oculto entre árboles y matorrales.
El bosque le parecía una cárcel.
Un anochecer extrañamente silencioso
traspasó la línea sin encontrarse con ninguna de aquellas terribles fieras
mecánicas de ojos encendidos que destrozaban a quien se cruzara en su marcha.
Llegó a la ciudad, con la que tantas veces había soñado. No le pareció peligrosa.
Las calles estaban vacías, como recién abandonadas. Bajo la luz de las farolas, los parques
fingían ser hermosos bosques en miniatura. Bebió de una fuente. Se vio, por
primera vez, en el espejo de un escaparate. Se asustó de sí mismo, al
principio; luego se gustó: su esbelta silueta, su pelaje reluciente, sus ojos
bondadosos. El césped tenía un sabor pálido a hierba desganada. Notó que desde
las ventanas se asomaban y apuntaban
hacia él pequeños aparatos. Se supo observado. Olfateaba en el aire una amenaza postergada y un miedo indefinible debilitaba sus pasos que resonaban huecos sobre el
pavimento.
Cuando regresó de su excursión todos
quisieron saber.
-No es para tanto -fanfarroneó-. Creo
que me han disparado pero no siento ninguna herida. Volveré.
El joven corzo no podía dejar de
pensar en sus pezuñas, doloridas de chocar contra el duro asfalto.