No estaba acostumbrado a tantas
presencias y tan continuas a su
alrededor.
A través del cristal le
llegaba la mancha deformada, poco más que una sombra fugaz, del hombre paseando
deprisa, con ritmo de marcha, sorteando los muebles y enfilando el
pasillo. Una y otra vez. Inventándose una distancia grande en un circuito
pequeño. El niño fijo en una pantalla, moviéndose electrizado con algo en la mano. La mujer entraba y salía
afanosa, continuamente, con un plumero, una bayeta, una escoba. Después se sentaba en el sofá con el móvil o con un libro en la mano y se pasaba así las horas. La televisión no paraba de vomitar sus luces movedizas.
Llevaban varios días haciendo cosas extrañas. Le daba vértigo tanto movimiento, tantos reflejos en el cristal, tanta claridad, tanta gente y tantos gritos durante todo el tiempo.
Se dio la vuelta. Si
alguien se hubiera fijado en él, en el movimiento burlón de su cola al rozar el
cristal, en la dilatada expresión de sus ojos, habría pensado que el pez rojo había comprendido algo de golpe y que el placer de la venganza por mano ajena hinchaba su pequeño
cuerpo.
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