-¿Cuál es tu secreto? -le
preguntaban con envidia- Parece que has hecho un pacto con el diablo.
Cuando era joven nunca se había
propuesto parecerlo y con frecuencia su aire aniñado le estorbaba. De manera
natural su aspecto siempre le había ayudado a aparentar menos años de los que
tenía y eso se convirtió en una gran ventaja pasados los cuarenta. A los
cincuenta y cinco, una insidiosa alopecia empezó a expandirse tomando su
coronilla como centro. Se dejaba el pelo largo y con ello tapaba el claro del
bosque. Además, los espejos, salvo esos cenitales de algunas tiendas, no podían
mostrarle el avance implacable del desastre.
Pasados los sesenta, el
artificio empezó a desmoronarse. Su piel se arrugaba, vengativa, como si
quisiera de golpe recuperar el tiempo perdido y, aun más, tomar ventaja. Las
entradas en la frente avanzaban hacia la tonsura superior dejando lamentables
islotes pilosos a ambos lados. Los espejos dejaron de ser piadosos con él y
las miradas de los otros le devolvían, crueles, su imagen envejecida. Solo el
viejo y fiel espejo de su cuarto de baño, con la penumbra adecuada y en alianza
con su vista cansada, mantenían la ficción, borrosa y más recordada que real,
de la juventud. El viejo espejo, y la sombra.
Su sombra no había envejecido.
Cuando caminaba delante de él, su silueta seguía siendo la de un muchacho: ni
arrugas, ni el ralear del pelo, ni esa
misteriosa decrepitud que anida en los huesos. Le ayudaban su delgadez, la
ausencia de barriga, la voluntad de caminar erguido, su atuendo juvenil. De
esta forma su sombra se convirtió en su refugio. Era la que mejor mentía; en
realidad era ya la única que le mentía y él estaba decidido a que siguiera
siendo así.
Tuvo suerte. Murió en plena
calle, fulminado por un ataque al corazón. Pero su sombra nunca lo supo y
siguió siendo joven para siempre: aquel
era un día muy nublado.
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