El circo ha llegado a la ciudad.
Se ha instalado en un solar con sus camiones, sus caravanas, sus jaulas y su carpa. Un campamento envuelto en una atmósfera de tristeza, de recelo, de resignación. Sus habitantes se saben en la excepción, en el margen, en el destiempo. Otra forma de vida que resiste como buenamente puede a la uniformidad impuesta.
El fotógrafo es requerido por personal de seguridad para que no tome fotos, como si se tratara de una instalación clandestina, sospechosa, donde se trabaja con materiales contaminantes, objetivo potencial para supuestos enemigos. Antes, por encima de la tapia, ha obtenido una imagen, que destila una pesadumbre vieja, de animales en un corralito y de los trajes colgados de sus adiestradores; también ha tomado una vista general de la carpa y de su entrada.
Piensa con melancolía el fotógrafo en los circos de su infancia, en aquel cargamento de magia y risas, de exotismo y extravagancia que traían consigo; en su ilusión de niño, en la crueldad domesticada de las fieras, en el colorido de los vestidos, en el humor lloroso de los payasos, en el peligro vertiginoso de los trapecios, en los cuerpos elásticos de las contorsionistas. En la vida errante y misteriosa de los artistas. En Zampanó y Gelsomina, los protagonistas de La Strada, de Fellini. Y recuerda la sencilla, emocionante, inolvidable melodía de Nino Rota. Y así, escuchando esa canción en blanco y negro, el fotógrafo abandona el lugar con la impresión de estar asistiendo al hundimiento de otro de esos escasos islotes en los que la vida aún tiene filos y aristas, rugosidad de tronco viejo, riesgo y sonrisa sin enlatar, aroma de niñez, y por eso sigue conmoviéndonos con sus viejos trucos, ingenuos e infalibles.
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