Desde el día en que, a escondidas,
instaló un cerrojo en la puerta de su habitación, la fibra óptica pasó a ser su
única conexión con el mundo, el etéreo cordón umbilical que lo mantenía
precariamente ligado a la realidad. Dormía todo el día -"no hagas tanto
ruido, mujer, vas a despertar al niño", rezongaba el padre- y la noche se la pasaba de oscuro en oscuro
volcado sobre alguna de sus pantallas. Salía a evacuar con el sigilo de un gato
escarmentado, procurando que el pasillo estuviera expedito y la casa sosegada; recibía
la comida por una escotilla que hubo que practicar en la puerta.
-Ya
se le pasará -decía el padre-. Son cosas de la edad.
-Si
por mí fuera, tiraría la puerta a patadas y lo sacaría por las greñas
-contradecía la madre, una mujer luchadora, hecha a sí misma, poco dada a
contemplaciones.
-Hay
que tener paciencia. Saldrá del capullo para completar su metamorfosis.
Y
salió, al cabo de catorce meses. Transfigurado. Lo vieron avanzar, pasillo
adelante, envuelto en un fulgor de aparecido.
-Has
vuelto, hijo mío -balbuceó el padre, emocionado.
Y
se precipitó a abrazarlo. Pero el abrazo se perdió en el aire.
No
se puede abrazar a un holograma.
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