sábado, 18 de mayo de 2019

HIKIKOMORI




      Desde el día en que, a escondidas, instaló un cerrojo en la puerta de su habitación, la fibra óptica pasó a ser su única conexión con el mundo, el etéreo cordón umbilical que lo mantenía precariamente ligado a la realidad. Dormía todo el día -"no hagas tanto ruido, mujer, vas a despertar al niño", rezongaba el padre- y  la noche se la pasaba de oscuro en oscuro volcado sobre alguna de sus pantallas. Salía a evacuar con el sigilo de un gato escarmentado, procurando que el pasillo estuviera expedito y la casa sosegada; recibía la comida por una escotilla que hubo que practicar en la puerta.

      -Ya se le pasará -decía el padre-. Son cosas de la edad.

     -Si por mí fuera, tiraría la puerta a patadas y lo sacaría por las greñas -contradecía la madre, una mujer luchadora, hecha a sí misma, poco dada a contemplaciones.

      -Hay que tener paciencia. Saldrá del capullo para completar su metamorfosis.

       Y salió, al cabo de catorce meses. Transfigurado. Lo vieron avanzar, pasillo adelante, envuelto en un fulgor de aparecido.

       -Has vuelto, hijo mío -balbuceó el padre, emocionado.

       Y se precipitó a abrazarlo. Pero el abrazo se perdió en el aire.

        No se puede abrazar a un holograma.


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