martes, 21 de mayo de 2019

EL BARQUILLERO






Ruleta y obleas. El barquillero, antiguo frecuentador de los parques, se está quedando sin tiempo y sin lugar. 





Aprovecha para vender su cada vez más exótica mercadería en aglomeraciones extraordinarias, en momentos de emotividad exacerbada, de retorno al pasado: la cabalgata de reyes, la llegada del circo, la espera de una procesión. 





Otro más en el catálogo de oficios en peligro de extinción, como en aquel poema que publiqué en No haya edén, amapola:  



 ALGÚN DÍA HABLAREMOS SIN REMEDIO
de antiguas profesiones en desuso.
Oficio trashumante,
conducir el ganado de baldío en baldío,
huyendo del invierno, hacia los pastos
inéditos del sur.
(Los sueños del pastor
pronto aprenden a vivir en la intemperie).
Ocupación extinta,
apagar una a una las farolas
de la ciudad recién amanecida
para que el sol no revele su amarillo
mortecino fulgor a los noctámbulos
que las creyeron diosas de la luz.
Trabajo solo apto para esclavos,
muy bien remunerado,
probar los alimentos más sublimes
-impensables en otras circunstancias-
en el banquete eterno de un patricio
sabiendo que el veneno más insípido
mejor oculta sus estragos.
Y también el poeta,
tarea demediada,
desazón para débiles, quimera
de escribir sortilegios en el agua,
apacentar palabras desganadas,
sofocar los candiles de la noche,
gustar por los demás
el sabor impreciso de la muerte.







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