El idilio del jardín es cosa de humanos. Si nos ponemos los ojos de ver lo pequeño pronto se nos aparecerá la trama áspera de la existencia, esa voluntad ciega de vivir que no repara en astucias, galanteos o esfuerzos; que no ahorra en belleza, ni en crueldad ni en desvaríos. A cada momento, tragedias de sabor clásico, diminutos dramas y farsas carnavalescas tienen lugar en los escenarios de la tierra, del aire y de ese espacio intermedio que ofrecen las copas de los árboles.
Estas
hormigas congregadas en la hierba del jardín son jóvenes adolescentes a
quienes acaba de llegar la madurez sexual. Bullen como quinceañeros a la entrada de una discoteca, con el fervor del deseo por estrenar, con la energía gozosa y descerebrada del instinto virgen. Les han nacido alas, alas de insecto, de delicada materia. Alas desechables, de un solo uso, de obsolescencia programada. Alas de quita y pon. Pronto alzarán el vuelo y ensayarán cópulas acrobáticas en el aire. Una danza nupcial pecaminosa, el vals más desinhibido que pueda imaginarse. Después
perderán las alas. Las hembras emigrarán a formar un nuevo hormiguero y los machos, muy
probablemente, no sobrevivirán a la brutal entrega del apareamiento. Para ellos el orgasmo -si es que este concepto tiene aquí sentido- no es la "pequeña muerte" que dicen en francés sino una muerte atroz en que una parte de su anatomía es desgarrada y asimilada al cuerpo de ella para favorecer la fecundación.
Ambos, hembras y machos, pagan un precio elevadísimo por unos instantes de éxtasis. Ellos, la muerte. Ellas, la esclavitud a la tierra, su condena a convertirse en productoras de huevos. Todos, ellos y ellas, se han quedado sin cielo.
Hay alas que -rememorando a Blas de Otero- apenas esconden su vocación de cadenas.
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