viernes, 31 de agosto de 2018

ESTORNINOS









          Al caer la tarde nubes negras de pájaros sobrevolaban la ciudad. Había un griterío ensordecedor, un fragor de batalla sobre los árboles del parque. Hasta que todos se acomodaban no cesaba la algarabía, las disputas, los picotazos. Una extraña jerarquía imponía orden, preferencia, cada uno a su sitio de la rama. Los niños y los viejos miraban al cielo con la aprensión de estar asistiendo a una plaga bíblica. En un momento dado -podía tardar más o menos pero siempre llegaba- la negrura dudosa de la noche imponía su reinado. Era una orden que solo ellos oían, un silencio unánime y repentino. El sintecho se estiraba en el banco, escondía el tetrabrik con la exacta cantidad de vino para el desayuno y se quedaba dormido en el mismo mundo oscuro de los pájaros. Los árboles se doblaban, abrumados por una cosecha de negros frutos. La noche de verano transcurría con suavidad de seda. De golpe un chillido de alarma, el aviso inconfundible de la llegada del peligro. La bandada, a medio despertar, huyó despavorida, sin mirar atrás, un cardumen de sonámbulos en pánico.

                Solo un pájaro permaneció en la rama. Había soñado que un halcón se cernía amenazante sobre ellos. Y había gritado. Cuando abrió los ojos, estaba solo, sin poder compartir con nadie el inmenso temblor de su pesadilla.

                El sintecho, como cada mañana, se despertó despacio, y tentó bajo el banco buscando el cartón. Estaba llovido de excrementos, sucio como palo de gallinero.





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