Al caer la tarde nubes negras de
pájaros sobrevolaban la ciudad. Había un griterío ensordecedor, un fragor de
batalla sobre los árboles del parque. Hasta que todos se acomodaban no cesaba
la algarabía, las disputas, los picotazos. Una extraña jerarquía imponía orden,
preferencia, cada uno a su sitio de la rama. Los niños y los viejos miraban al
cielo con la aprensión de estar asistiendo a una plaga bíblica. En un momento
dado -podía tardar más o menos pero siempre llegaba- la negrura dudosa de la
noche imponía su reinado. Era una orden que solo ellos oían, un silencio
unánime y repentino. El sintecho se estiraba en el banco, escondía el
tetrabrik con la exacta cantidad de vino para el desayuno y se quedaba dormido
en el mismo mundo oscuro de los pájaros. Los árboles se doblaban, abrumados por
una cosecha de negros frutos. La noche de verano transcurría con suavidad de
seda. De golpe un chillido de alarma, el aviso inconfundible de la llegada del
peligro. La bandada, a medio despertar, huyó despavorida, sin mirar atrás, un cardumen de
sonámbulos en pánico.
Solo un
pájaro permaneció en la rama. Había soñado que un halcón se cernía amenazante
sobre ellos. Y había gritado. Cuando abrió los ojos, estaba solo, sin poder
compartir con nadie el inmenso temblor de su pesadilla.
El
sintecho, como cada mañana, se despertó despacio, y tentó bajo el banco buscando el cartón. Estaba llovido de excrementos, sucio
como palo de gallinero.
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