Así se ve el río desde el puente. Paradójicamente las últimas abundantes lluvias parecen haber secado parte del cauce convirtiéndolo en un arenal y dejando a la vista todos los restos indecentes depositados por mano humana en su lecho. En otras zonas de la ribera ha inundado los sotos y discurrido bajo algunos ojos del viejo puente romano de piedra por donde no solía pasar. En realidad, lo que ha ocurrido es que la fuerza de la crecida ha roto una de las presas -pesqueras, las llaman aquí- que retenían y distribuían el agua del río formando láminas y espectaculares espejos donde se reflejaban las torres de la ciudad. Ahora el Tormes, desmadrado y rebelde, desconocido, parece un río menor, vulgar, muy poco fotogénico. A su paso forma charcos de agua podrida y revela la inmundicia que hemos ido arrojando a él. La incuria municipal y de la Confederación Hidrográfica -esa tan antigua como persistente pugna entre instituciones- ha hecho el resto.
Y, sin embargo, no sé bien por qué, este río que ha afeado la turística postal de la ciudad me parece hoy un poco más libre, un poco más verdadero. Ha reivindicado su derecho a discurrir sin ataduras, a formar y hacer desaparecer islas, a seguir su auténtico camino.
Hacemos mal en olvidar que todos los ríos son, por naturaleza, inestables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario