Se
lo habían regalado por su cumpleaños como una manera delicada de amonestarle por la
acumulación de grasa en su abdomen. El aparatito cabía en cualquier sitio y enseguida
mostró su utilidad. Si no se tratara de un chisme estaría tentado de
calificarlo incluso de amable. Medía los pasos que recorría cada día y, si
conseguía el objetivo de los diez mil, lo premiaba con una sintonía de triunfo, una medalla luminosa en
la minipantalla, un "¡Enhorabuena, campeón!" y con puntos canjeables
para la compra de un dispositivo de gama
superior. No podía pedir más recompensa.
Desde
que lo llevaba en la muñeca los días dejaron de ser anodinos y habían adquirido el atractivo siempre renovado de
los retos. Ya no andaba por ahí, como pollo sin cabeza, sino que recorría un
itinerario y superaba un desafío. Cuando llegaba la noche, si había llegado a
los diez mil, se acostaba contento y -cosa que le resultaba increíble- dormía
de un tirón, con la satisfacción del deber cumplido.
Antes
de caer en la inconsciencia, como letanía propiciatoria del sueño, hacía recuento:
Cuarenta vueltas al patio, cuatro mil; seis idas y seis venidas por los
pasillos y la galería: mil doscientos. El resto, otros cuatro mil ochocientos
pasos, suponían cuatrocientas vueltas por el interior de la celda. "No
pensaba que fueran tantas; me voy a convertir en un hámster", resumía, con
benévolo humorismo.
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