domingo, 8 de abril de 2018

CARROÑA



El fotógrafo, animado por la generosidad de las lluvias que habían acabado con una larga temporada de sequía, viajó hasta la hondonada donde, años atrás, hubo una laguna. Confiaba en que el humedal hubiera vuelto a renacer y hubiera recuperado el bullicio de las aves acuáticas que antaño, antes de la desecación, se congregaban allí y se entregaban a sus ritos de cortejo que llenaban la comarca con el bullicio primaveral de los cantos nupciales, su batir de alas, sus divertidas inmersiones. Pero sus esperanzas se vieron frustradas: la sed acumulada por la tierra era tan grande que el agua solo rebosaba en pequeños charcos. Ni ánades, ni somormujos, ni garzas, ni garcillas ni garcetas. Solo una vulgar cigüeña a lo lejos, entre las vacas que pastaban.






En el camino del observatorio de aves, vio algo que preferiría no haber visto y que quizá no debería haber fotografiado. Pero su cámara estaba hambrienta y tenía una tarde extraña, truculenta. La carroña del ciervo resultó una atracción fatal, morbosa, para el objetivo. Desecada y eviscerada, sin olor, como una momia conservada entre las arenas ardientes de Atacama.

Al fijarse con más atención, el corazón del fotógrafo se sobresaltó: el ciervo había sido decapitado. ¿Es posible que alguien hubiera matado aquel hermoso ejemplar, aquel orgulloso rey del bosque, por el obsceno capricho de usar su cabeza como trofeo? 





Hay tardes empeñadas en negarnos su belleza, en hacernos crudamente impactante la miseria moral del ser humano.


Recuerda lo que vimos, alma mía,
esa bella mañana de verano tan dulce:
a la vuelta de un sendero una carroña infame
sobre un lecho sembrado de guijarros,
con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
ardiente y sudando los venenos,
abría de manera negligente y cínica
su vientre lleno de exhalaciones...

(Une charogne, Les fleurs du mal, Baudelaire)

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