En aquel
campo descuidado, infestado de margaritas, que parecía sembrado con desgana
(quizá con el único objetivo de cobrar la subvención), el curioso paseante
escudriñaba desde el camino el momento en el que se abriera el primer cáliz
verde para mostrar la hermosa corola amarilla. Siempre le había interesado asistir a ese acto inaugural de la floración porque en él cifraba todo el enorme caudal de belleza, de fecundidad,
de voluntarioso brío de la plantación entera.
Un atardecer obtuvo lo que buscaba.
Cuando se acercó para fotografiar la
novedad se encontró un raro
ejemplar con dos flores siamesas que le produjo el mismo desasosiego
teratológico de un corderillo de dos cabezas recién salido del vientre de la
madre. Se fijó en otro detalle: contrariamente a lo que su nombre sugiere, este
girasol rebelde daba la espalda al astro rey que, a punto de ocultarse, se
mostraba en todo su esplendor.
Anotó en su cuaderno mental de
naturalista ambas insolencias y siguió
su camino levemente desazonado por estos signos perturbadores.
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