Uno a uno los compañeros van lanzándose al vacío,
engañando al miedo con un gesto de displicencia. Son todos novatos y en el último
instante el instructor tiene que empujar a más de uno, indeciso, arrepentido,
paralizado. ¿Cómo no pensar en la voracidad de la tierra, en la posibilidad de
que el paracaídas no se abra? Cuando llega su turno, en un segundo que se le
antoja eterno, un absurdo pánico se apodera de él y le confirma una antigua
sospecha: no es como los demás. Lo que verdaderamente teme, mientras mira al
abismo, antes de que sus pies abandonen la seguridad metálica del avión, es que
la gravedad se olvide de él y se quede flotando para siempre en un espacio
hueco, en el útero de la liviandad.
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