Hay
palabras que desagradan por el significado que repta debajo del significante.
Hay palabras que desagradan por el significante mismo. Coach, palabra de moda, y su derivado coaching reúnen para mí suficientes motivos de este doble rechazo.
Por un lado está, como en muchos de los términos bárbaramente importados, lo innecesario de su uso, lo advenedizo de su fonética. Hay en nuestra
lengua muchos equivalentes que pueden, con ventaja, sustituirlo según sea su
contexto de uso: entrenador, preparador, instructor, profesor, maestro, monitor,
tutor, guía, experto... Solo se me
ocurren dos razones por las que los medios de comunicación de masas y quienes
pretenden dirigir las líneas de avance de nuestra sociedad han abrazado con
entusiasmo este vocablo. En primer lugar, la ignorancia -deliberada o no- de
nuestro propio acervo lingüístico que muestran muchos periodistas, y, en este caso también, la de los nuevos
profesionales de este campo. En segundo -pero no menos importante- lugar, ese
prurito vergonzante de creer que un término anglosajón dota automáticamente a
cualquier realidad de un prestigio del que carecería si fuera designada de
manera por todos comprensible. Casi siempre, bajo esta capa deslumbrante de
falsa modernidad, se esconde un fraude significativo, el vacío o falta de sustancia
de lo que, simplemente, es una moda inducida y orientada hacia el consumo.
De puro pretencioso, este término
acaba por desintegrarse. Ahora hay coaches
(pronúnciese algo parecido a 'couchis') para todo. En su vertiente más
elemental se refiere a la persona que enseña a otra una habilidad,
ya sea deportiva, artística, social, emocional, comunicativa, empresarial... Se
supone que lo hace motivando y potenciando las capacidades del alumno,
acompañándolo en su aprendizaje, estimulando sus progresos, interactuando con
él, animándolo en los momentos de desfallecimiento. Pero nada hay de nuevo en
esto: un buen maestro -desde la época de Sócrates- siempre ha sabido que a la postre su misión es similar a la de
una comadrona, que el proceso ha de culminar con un alumbramiento en el
que todo el protagonismo corresponde al aprendiz.
En su más excelsa acepción el
concepto se torna trascendente hasta convertirse en una figura similar a la de un guía, un
consejero, un padre o madre espiritual que muestran al alumno -sin reparar en la desmesura del intento- el verdadero camino de la existencia. Y es aquí donde siento que el timo y
la tomadura de pelo amenazan con más fuerza. Con un baratillo de frases manidas
y de tópicos, con una puesta en escena, mitad de telepredicador mitad de ejecutivo
que presenta la última joya tecnológica de su compañía, desde el escenario enmoquetado del salón de
reuniones de un hotel o de un palacio de congresos, estos nuevos gurús
pretenden ahorrarnos el dolor de estar vivos y engrosan sus cuentas corrientes
aprovechando el papanatismo y la fragilidad de sus adeptos.
Así pues, mandemos a coach y a sus derivados a la papelera de
los descartes y regresemos a nuestros tradicionales maestros y entrenadores:
nos saldrán más baratos y no nos venderán falsas recetas de éxito y felicidad.