Desde muy joven tuvo que aguantar pullas
por su carácter apocado, por su tendencia a no traspasar los límites de lo
establecido, a rehuir el riesgo.
—¡Suéltate
el pelo! —le decían, le aconsejaban, le recriminaban.
Su
profesión de funcionario no ayudaba.
Cuando se
jubiló, contra lo que él mismo se había pronosticado, no echó en falta nada de
su vida anterior: la rutinas, las obligaciones, la existencia ordenada. La probidad, el control.
Creyó
llegado el momento, su momentum.
—¡Voy a
desmelenarme!
Pero nadie
advirtió la diferencia: llevaba muchos años completamente calvo.
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