Ahora
que el pulso aquejado de un leve temblor y la vista fatigada me dificultan
enhebrar una aguja, recuerdo a mi madre y antes a mi abuela, repitiendo el gesto
de mojar la punta del hilo en la boca para favorecer esa habilidad evangélica
de pasarlo por el ojo, practicando los verbos de una época austera (coser,
zurcir, remendar, bordar...) y reconozco su sabiduría al usar el dedal, que no
evita los grandes pinchazos de la vida, pero sí los alfilerazos cotidianos.
Siempre me ha llamado la atención su diseño, su superficie plagada de hoyuelos como
si hubiera sufrido desde la cuna la tortura de una aguja y supiera de qué habla
y hubiera cargado preventivamente con los picotazos ajenos. Y su capacidad, la medida exacta de esa copita de anisete un poco clandestina, un poco culpable del
ama de casa que endulza los sinsabores de una existencia anodina.
Es
lo que tiene cumplir años, que las cosas dejan de ser mudas y nos hablan con la
voz susurrada de los recuerdos, de la añoranza y de las viejas consejas.
Como
corresponde a este Palabrario no olvidamos la etimología y nos
encontramos con este significativo hallazgo: dedal tiene
exactamente la misma etimología que digital. Lo más tradicional y lo más contemporáneo
unidos por su origen (‘digitus’, dedo, en latín).
Quizá
ha llegado el tiempo de reivindicar los objetos más simples, los que nos ayudan
sin exigir atención constante, los que nos protegen, hijos de la tecnología de
un tiempo menos arrogante, menos empapado de una idea devastadora de progreso.
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