Quien te puso río Seco bien supo bautizarte.
Pero lo que no imaginaba es que otros muchos ríos deberían adoptar tu nombre, que dejaría de ser propio y se convertiría en común.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
Quien te puso río Seco bien supo bautizarte.
Pero lo que no imaginaba es que otros muchos ríos deberían adoptar tu nombre, que dejaría de ser propio y se convertiría en común.
Desde muy joven tuvo que aguantar pullas
por su carácter apocado, por su tendencia a no traspasar los límites de lo
establecido, a rehuir el riesgo.
—¡Suéltate
el pelo! —le decían, le aconsejaban, le recriminaban.
Su
profesión de funcionario no ayudaba.
Cuando se
jubiló, contra lo que él mismo se había pronosticado, no echó en falta nada de
su vida anterior: la rutinas, las obligaciones, la existencia ordenada. La probidad, el control.
Creyó
llegado el momento, su momentum.
—¡Voy a
desmelenarme!
Pero nadie
advirtió la diferencia: llevaba muchos años completamente calvo.
Era la biblioteca más melancólica que imaginarse pueda.
Se había ido formando por sedimentación, igual que el delta de algunos ríos, con los libros que dejaban en sus habitaciones los ancianos que iban muriendo en aquella residencia.
Y sin embargo, al examinar aquella biblioteca de náufragos, al ocasional visitante le resultaba imposible no sentir como en una vibración orgánica el infinito consuelo que emanaba de los ejemplares manoseados que habían alimentado los sueños y aliviado la soledad de los últimos días de sus lectores.
1. Año 333 a.C., cerca de Issos. La
noche antes de una batalla decisiva contra Darío, el joven Alejandro trata de
conciliar el sueño. Bajo su almohada guarda dos objetos: un puñal (por si
alguien pretende asesinarlo) y una copia de la Ilíada anotada por su
maestro Aristóteles (Aquiles es el héroe al que quiere emular.)
2. Año 1051. Una joven dama de la
corte japonesa recibe como regalo los aproximadamente 50 volúmenes de «La
novela de Genji», cada uno en su propia caja. «En el momento en que me tumbé a
solas detrás de mi biombo y lo saqué para leerlo no me hubiera cambiado por
nadie, ni siquiera por la emperatriz. Leí durante todo el día y hasta bien
entrada la noche mientras pude mantener los ojos abiertos con la lámpara a mi
lado.»
3. Tras componer su poema Requiem,
temiendo que pudiera caer en manos de la policía política soviética, Anna
Ajmátova decide no escribirlo y confiarlo únicamente a su propia memoria y a la
de un grupo de amigas que se convierten así en libros vivos.
(Ajmátova murió en 1966 sin ver
publicado con normalidad el poema en su país natal.)
(Adaptado de El poder
de las historias, de Martín Puchner, Crítica, 2019)
No se conforma con la belleza de sus cinco grandes pétalos.
El hibisco parece empeñado en albergar otras pequeñas flores dentro de la flor, en esa aparatosa columna estaminal que sobresale de la corola y que se corona de cinco estigmas rojos. (¡Ay, el amor de las flores por el número 5!)
Tanta impúdica exhibición de órganos masculinos y femeninos emergentes, pensada quizá para retener la eléctrica atención de los inquietos colibríes del trópico, escandalizó a Linneo, quien escribió en latín (como si decirlo en una lengua muerta enfriara la pasión desbordante de esta flor efímera que solo dispone de un día para seducir): Mariti et uxores monstruose connati. (Maridos y mujeres nacidos monstruosamente juntos)
El 27 de junio de 1914 un joven enfermizo
y de baja estatura al que no han admitido por su débil constitución en el
ejército pero que está animado por una férrea voluntad revolucionaria se siente
súbitamente enfermo: ha vomitado sangre y no tiene fuerzas para levantarse de
la cama ni para empuñar su pistola de fabricación belga FN modelo 1910.
El atentado de Sarajevo contra el
Archiduque Francisco Fernando de Austria perpetrado al día siguiente por Gavrilo Princip no
tendrá lugar. No habrá primera guerra mundial.
Y por esa misteriosa pero ineludible
concatenación de la serie histórica de acontecimientos que no admiten la más
mínima desviación nunca se escribirá y nadie leerá esta entrada del blog.
Era abril, un abril con una primavera seca y raquítica que se había entregado sin lucha en manos de un verano árido y despiadado. El trigo encañaba sin espigas y en la garganta de los pájaros los trinos morían de sed.
Un árbol metálico con flores de plástico adornaba la entrada del hotel.
Dudó si se trataba de una muestra de mal gusto del hostelero o de una advertencia del Futuro.
Tras tantos siglos de experiencia,
Adán y Eva habían aprendido que el peligro para su paraíso no estaba en la
serpiente, ni en la manzana, ni en el pecado de soberbia, ni en el ansia de sabiduría, ni en el castigo de Yahvé, ni en el ángel con la
espada flamígera sino en que las coordenadas de su secreto jardín acabaran en
Google y al día siguiente aquello se les llenara de gente haciéndose fotos y
pusieran un chiringuito y una tienda de souvenirs y su paraíso se convirtiera
en trasfondo de Instagram, mientras ellos, horrorizados, exclamaban a dúo:
—¡El infierno son los otros!
Ahora
que el pulso aquejado de un leve temblor y la vista fatigada me dificultan
enhebrar una aguja, recuerdo a mi madre y antes a mi abuela, repitiendo el gesto
de mojar la punta del hilo en la boca para favorecer esa habilidad evangélica
de pasarlo por el ojo, practicando los verbos de una época austera (coser,
zurcir, remendar, bordar...) y reconozco su sabiduría al usar el dedal, que no
evita los grandes pinchazos de la vida, pero sí los alfilerazos cotidianos.
Siempre me ha llamado la atención su diseño, su superficie plagada de hoyuelos como
si hubiera sufrido desde la cuna la tortura de una aguja y supiera de qué habla
y hubiera cargado preventivamente con los picotazos ajenos. Y su capacidad, la medida exacta de esa copita de anisete un poco clandestina, un poco culpable del
ama de casa que endulza los sinsabores de una existencia anodina.
Es
lo que tiene cumplir años, que las cosas dejan de ser mudas y nos hablan con la
voz susurrada de los recuerdos, de la añoranza y de las viejas consejas.
Como
corresponde a este Palabrario no olvidamos la etimología y nos
encontramos con este significativo hallazgo: dedal tiene
exactamente la misma etimología que digital. Lo más tradicional y lo más contemporáneo
unidos por su origen (‘digitus’, dedo, en latín).
Quizá
ha llegado el tiempo de reivindicar los objetos más simples, los que nos ayudan
sin exigir atención constante, los que nos protegen, hijos de la tecnología de
un tiempo menos arrogante, menos empapado de una idea devastadora de progreso.