Hay ruinas y ruinas. Las de Peñalcázar no hacen concesiones a la nostalgia. No parece un poblado abandonado con prisa del que sus habitantes se hayan ido con lo puesto, con cuatro enseres ─qué honda palabra, casi heideggeriana, a la que no se le reconoce singular─ dejando tras sí escombros de su vida pasada. Peñalcázar es la ruina hecha desnudez, despojamiento. Recuerda más a un asentamiento neolítico que a una aldea del siglo XX, como si el abandono hubiera significado también una regresión en el eje cronológico. El bombardeo lento del tiempo la ha convertido en una imagen de posguerra. Los saqueadores se lo han llevado casi todo, hasta las lápidas y cruces del cementerio. Arramblaron con todo lo servible, como quien despoja a los muertos después de una batalla. Ni un mueble, ni una fotografía, ni una imagen sagrada, ni una muñeca, ni un viejo periódico o un libro, ni una cuchara o un zapato. Ni una campana. Lo orgánico cede el terreno a lo mineral. Solo, cuando la lluvia es favorable, suben las ovejas desde el llano a pacer la hierba que crece en el ejido, en las antiguas eras, en el cementerio y un simulacro de vida recorre las calles superfluas.
Y, sin embargo, por aquí pasaron las huestes del Cid, los ejércitos de Castilla y de Aragón. Su recuerdo pervive en viejos cantares. Se vertió mucha sangre por esta ciudadela hoy desdeñada. El fotógrafo ha subido a Peñalcázar el mismo día en que el ejército de Putin traspasa la frontera de Ucrania. Y no puede evitar pensar que todas las guerras desembocan en la destrucción y que estas ruinas también fueron un día el objetivo estratégico de ejércitos feroces. Porque los conquistadores están condenados a destruir aquello que desean, dejando tras sí un rastro de odio y de catástrofe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario