martes, 1 de marzo de 2022

PEÑALCÁZAR (II)

 







El mismo día en que las tropas rusas violaban la frontera ucraniana el fotógrafo subió a Peñalcázar, un pueblo en ruinas cuyo último morador se marchó en 1978.  Subiendo a lo alto de la muela, sobre un cabezo imponente de roca  reforzado con una muralla de la que aún sobrevive algún lienzo y una pequeña parte de su dentadura almenada, se accede al caserío  asentado sobre un páramo ventoso desde el que se contemplan la cumbre apenas espolvoreada de nieve del Moncayo y los valles de una tierra de frontera, secularmente disputada.

Sobrecogen la soledad y el silencio, la primitiva desnudez de las paredes de piedra exenta sin revoques ni pintura, la escasa vegetación de saúcos creciendo en las alcobas y sobresaliendo por el boquete del aljibe, la pundonorosa resistencia de las floridas nervaduras de la bóveda de piedra en el coro de la iglesia destechada.

El fotógrafo ha visto otras muchas aldeas abandonadas en esta provincia dejada de la mano de los dioses y de la historia. Pero nunca había sentido tan aguda punzada de desolación, la respiración satisfecha de la muerte sonando en sus oídos. Apenas hay árboles, no hay pájaros. Solo una pareja de buitres acude más tarde al reclamo del corazón del fotógrafo, sobrevuela solemne aguardando sin prisa un desfallecimiento definitivo del viajero. El pueblo parece haber sufrido el embate demoledor del oleaje del tiempo, sumergido en el océano de un cielo inapelable.













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