El
mismo día en que las tropas rusas violaban la frontera ucraniana el fotógrafo
subió a Peñalcázar, un pueblo en ruinas cuyo último morador se marchó en 1978. Subiendo a lo alto de la muela, sobre un
cabezo imponente de roca reforzado con
una muralla de la que aún sobrevive algún lienzo y una pequeña parte de su
dentadura almenada, se accede al caserío
asentado sobre un páramo ventoso desde el que se contemplan la cumbre
apenas espolvoreada de nieve del Moncayo y los valles de una tierra de
frontera, secularmente disputada.
Sobrecogen
la soledad y el silencio, la primitiva desnudez de las paredes de piedra exenta
sin revoques ni pintura, la escasa vegetación de saúcos creciendo en las
alcobas y sobresaliendo por el boquete del aljibe, la pundonorosa resistencia
de las floridas nervaduras de la bóveda de piedra en el coro de la iglesia
destechada.
El
fotógrafo ha visto otras muchas aldeas abandonadas en esta provincia dejada de
la mano de los dioses y de la historia. Pero nunca había sentido tan aguda
punzada de desolación, la respiración satisfecha de la muerte sonando en sus
oídos. Apenas hay árboles, no hay pájaros. Solo una pareja de buitres acude más
tarde al reclamo del corazón del fotógrafo, sobrevuela solemne aguardando sin
prisa un desfallecimiento definitivo del viajero. El pueblo parece haber
sufrido el embate demoledor del oleaje del tiempo, sumergido en el océano de un cielo
inapelable.
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