El nacimiento de las ciudades suele estar envuelto en una niebla mítica y legendaria, y sus fundadores, cuando tienen nombre, se hacen merecedores de unas líneas de oro en los libros de historia y de una estatua en la plaza más céntrica como premio por su acto de osada fe en el futuro. Por el contrario, ser el último habitante de un pueblo parece un triste privilegio que no otorga ninguna de las recompensas reservadas a los héroes.
Segundo Alcalde Portero fue el último habitante de Peñalcázar. Para redondear el simbolismo tendría que haberse llamado Último Alcalde Portero, pues en verdad desempeñó ese cargo municipal y fue también el encargado de cerrar definitivamente la puerta de su pueblo allá por 1978. Un par de años antes se había convertido en noticia nacional cuando el referéndum para la reforma política promovido por Adolfo Suárez. Nada dicen las crónicas del curioso escrutinio en tan exigua mesa y de la improbable reclamación ante la Junta Electoral por irregularidades, altercados o pucherazo.
(La Vanguardia, 16 de diciembre de 1976)
Cuesta imaginar qué le pasaría por las mientes y por las entretelas del corazón a Segundo ese día de 1978 mientras, a pie o en caballería, por la antigua calzada romana (nunca hubo carretera en Peñalcázar) descendía del espinazo rocoso donde se asienta el pueblo después de abandonar definitivamente su casa. ¿Cerraría la puerta con llave? ¿Guardaría la llave como reliquia sagrada igual que hicieron los judíos sefarditas expulsados de Castilla? ¿Volvería la vista atrás con los ojos anegados de lágrimas o se sacudiría el polvo de los zapatos? ¿Recordaría su vida pasada, su empeño en resistir, y se sentiría derrotado? ¿Soñaría con que, a partir de ese momento, su existencia sería más fácil, no necesitaría sudar para satisfacer su sed, las bombillas no tendrían una luz mortecina y oiría otras voces que no fuera su propia voz o la voz de sus fantasmas?
Quizá no dijo nada, no pensó nada, no sintió nada. Simplemente se dejó caer hacia la fácil promesa del valle.