El dinero siempre le había parecido
sucio: esas monedas que enseguida se
volvían oscuras, que perdían el brillo de tanto ir de mano en mano, de tanto
circular entre los dedos ansiosos y mugrientos de los pedigüeños; esos billetes
cada vez más desgastados, frotados por los rodillos de los cajeros, manchados de un polvo blanquecino y que habían estado en contacto con las
narices mocosas y viciosas de media humanidad. Y ahora, además, con la pandemia, esos
virus con espinas que se aferran como usureros a su superficie grasienta...
Sí, definitivamente, pensó el pulcro magnate, el dinero es una asquerosa antigualla.
Y acto seguido cursó orden a su agente financiero para que lo invirtiera todo en bitcoins.
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