El día en que -tras cuarenta años de vigilia- entregó la llave del faro a la Autoridad Marítima -habían automatizado el mecanismo- aprendió que la soledad tenía otro sabor, otra textura, otro sonido. La que dejaba atrás era dulce, suave, musical; la que ahora comenzaba era amarga, áspera y ruidosa.
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