-Feliz año, feliz año, feliz año.
Así,
por triplicado. El hombre, arrodillado a la puerta del supermercado, repitió la
frase buscándome la mirada, con convincente acento de sinceridad. Me rasqué el
bolsillo, aparté las monedas gordas y le dejé en el bote de plástico la
calderilla: 17 céntimos.
El precio de un deseo.
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