martes, 31 de diciembre de 2019

DOS CUENTOS DE NAVIDAD



SABOR A SAL


                Salió de casa a esa hora incierta en que la luz del día está tomando el relevo a las farolas. Un viento racheado y agorero hacía oscilar el alumbrado navideño suspendido sobre la calle. Quería llegar pronto para que nadie le quitara el puesto, ese lugar que su abuelo le había legado como el mejor de los regalos y el más inviolable de los  secretos. Necesitaba que el día se diera bien. Hasta ahora la temporada había sido floja pero  cuatro o cinco días buenos antes del 24 podrían compensar.

                Tomó precauciones de escalador: anclaje en las rocas, cuerda, arnés, mosquetones. Estaba muy reciente el zarpazo que se llevó a Xano y lo devolvió a la semana hinchado y azul. Con cara de no haber entendido nada. Cuando el miedo quería abrirse paso, azuzado por el azote violento de las olas,  la imagen de Lúa, su mirada implorante de niña apaleada por la mala suerte, le daba fuerzas. Cómo olvidar ese regusto salado  que la piel de sus mejillas  le dejaba en los labios al besarla en el momento de cada despedida. Sabor a mar, el raro sabor de su rara enfermedad. Sus esperanzas locas y el milagro de la curación se traducían al lenguaje del dinero. Y el dinero estaba allí, pegado a las rocas con un cemento casi indestructible.

                Recordó las palabras de su abuelo: "Las criaturas más sabrosas son las más expuestas, las que viven junto a la mar más brava, justo donde bate el oleaje."  Se puso el traje de neopreno, se ajustó la cesta a la cintura.

                "Y luego dirán que los percebes son muy caros", murmuró al tiempo que con la palanca en la mano derecha se descolgaba  hasta el tajo del farallón, donde las olas eran tan afiladas como la piedra pero mucho más listas.  
           
                A lo lejos las primeras turbulencias de Elisa, la borrasca asesina que anunciaban los pronósticos -se llamaba como su primera novia, quién se dedicaría a ponerles nombre-, pintaban el horizonte con hermosos brochazos de ceniza.




               
EL ÚLTIMO DE LA FILA


                Quien colocó allí el cartel sabía lo que hacía. Justo enfrente de las cajas, de manera que era difícil no verlo. Mientras llenabas bolsas y bolsas con la copiosa compra navideña, podías leer el mensaje solicitando voluntarios para atender la cena de Nochebuena en el comedor de los pobres. A fuer de sincero no puedo decir que fuera un impulso estrictamente generoso. La Navidad me resulta cada vez más tumultuosa y estéril. Todos en la familia se iban a llevar una buena sorpresa.

                Cuando me aproximaba a la dirección indicada, una larga hilera, como el astil torcido de una flecha, apuntaba al lugar exacto. Antes de llegar a la puerta, un rumor creciente de voces se iba alzando a mi paso.

                -¡Eh, listillo! ¡Haz cola como los demás!

                -¡Todos tenemos hambre!

              Dudé, por un momento. Y retrocedí hasta el último puesto. Algo dentro de mí me susurraba que aquel era mi verdadero lugar: sentado a la mesa de los pobres, probando el triste alimento de la caridad.
                  

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