Hábilmente manejada por fray Prudencio, la fina y larga aguja penetró
en la carne de la mujer y llegó hasta la médula. Ni un grito, ni un gesto
delataron dolor en la víctima.
-Bruja,
sin remisión -sentenció el dominico mirando a Abelardo, el novicio.
-¿En
qué lo ha conocido, su paternidad? -preguntó el aprendiz.
-El
Malvado las protege y las narcotiza para que no sufran. Rea de
hoguera-concluyó.
La siguiente era una mujer próxima a
la ancianidad, de ojos pequeños y sagaces.
Un grito desgarrador acompañado de convulsas sacudidas erizó el aire
pesado de la mazmorra cuando la aguja traspasó sus carnes.
-Bruja
también.
-¿Cómo
puede ser? -se extrañó Abelardo, todavía estremecido por los chillidos rabiosos.
-Es muy avisada esta vieja. No siente nada, pero
aspavienta y grita como puerco en día de matanza. Todo es fingimiento para
evitar la condena.
Abelardo
calló, temeroso de arruinar su futuro e
incluso de incurrir él también en herejía si expresaba sus dudas: con semejante
razonar enrevesado sobre silencios y gritos estaba de más todo proceso; y, aún más, ¿cómo estar seguros de que era el Maligno y no Dios el que así velaba por
aquellas pobres mujeres?
No hay comentarios:
Publicar un comentario