Pasaba muchas veces junto a ese rincón olvidado de la ciudad, un reducido rectángulo de césped en la esquina perdida donde confluían dos calles anodinas. Y con frecuencia -por contraste con la indiferencia general de los viandantes- se paraba un momento a contemplar aquel artefacto de hierro que sirvió para fijar un barco poderoso e impedir que el mar se lo llevara. Posada como un ave de presa sin posibilidad de echar a volar, el ancla -exiliada en aquella ciudad tan de interior- le trasmitía la honda nostalgia de las profundidades marinas pero no acertaba a contarle una historia capaz de justificar un final tan triste, tan fuera de lugar.
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