Las afinidades que las palabras desarrollan en nuestra mente tienen sus propias leyes misteriosas. ¿Por qué se nos aparecen relacionadas, qué lazos las vinculan en la memoria? Hay una hermosa palabra de uso restringido, dialectal, que me acompaña desde hace muchos años: Lígrimo. Se emplea en el occidente peninsular del castellano (antiguo territorio del leonés): Salamanca y norte de Cáceres. Procede, según los etimólogos, del latín 'legitimus' y su significado más frecuente es el de 'auténtico', 'puro', 'genuino'. Cada vez que la evoco, esta palabra me remite a mis orígenes, me deja un regusto a tierra natal, a tradiciones. Y, en cuanto me descuido al pronunciarla, por evidentes razones de fonética, surge su compañera: 'Lágrima'. Me esfuerzo por encontrar un contexto en que ambas aparezcan juntas: Lágrima lígrima, bonito sintagma. Sería lo opuesto a lágrima falsa, a lágrima de cocodrilo, algo que parece abundar en este tiempo de frecuente impostura. Y luego, para concluir, necesitaba una foto que ilustrara este casamiento. El azar vino en mi ayuda. Hace una semana la parra empezó a llorar. La savia había empezado a mover, a subir por los tallos y allí donde había un corte producido por la poda -y son muchos, pues es una planta que sufre cada año una buena escabechina- destilaba una gota, una lágrima. Una lágrima auténtica, sin doblez, nacida de esa crueldad paradójica de la primavera -abril es el mes más cruel, sobre todo en estas tierras- y del dolor fantasma del miembro amputado. Ahí está, pues, la lágrima de la parra. El llanto del renacer. Una lágrima lígrima.
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