Nació solo y crece solo. A doscientos metros, el robledal que da cobijo, compañía, protección. A tan solo doscientos metros la vida es más fácil, el dolor y la lucha de la existencia se reparten. Y las alegrías se comparten. El azar lo ha condenado (o bendecido) con una distancia que nunca -las raíces son ley inexorable- podrá salvar.
Quizá por eso, y por ser joven y por no tener a nadie a quien imitar, se niega a perder las hojas. Secas, cobrizas, estériles, aguantan firmes, se resisten a caer, repudian la desnudez. Hasta que no lleguen las nuevas, ahí estarán, como un vestido de espléndidos harapos que protege del soplo helado que viene de las montañas nevadas, allá al fondo del horizonte.
Hay una hermosa palabra que designa esta forma de resiliencia: marcescente. Siempre creí que procedía de marzo, como marcear ('esquilar') o marceo ('limpieza de las colmenas'). Pero su origen tiene que ver con el verbo latino que significa 'marchitar'. Más mérito.
A mediados de marzo, cuando la primavera de estas tierras se insinúa falaz; marchito y solo, con la única compañía de su sombra, marcescente, el roble solitario se alza sobre la tierra roturada con el brío de los emancipados.
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