martes, 5 de marzo de 2019

EL ENTIERRO DE LA SARDINA




Nunca lo sabría, pero su historia era mecedora de figurar en ese morboso apartado de mitos que relatan amores desorbitados, al filo de lo imposible y de lo perverso, entre un ser con atributos humanos y un animal. Nunca pudo imaginar que algo así le fuera a ocurrir. 

Cinco años faenando en la costera sin nada que contar y un buen día, al volcar las redes sobre la cubierta, una sardina brinca del montón y cae a sus pies. Para ser más exactos diríamos que fue él el que cayó rendido ante ella, ante su mirada de mujer encerrada en cuerpo de pez, una mirada impregnada de la magia irresistible del océano. Su cuerpo plateado fulguraba en cada convulsión, a la luz pequeña del  cuarto menguante, como un reclamo. Quizá poseído ya por una pasión tan turbia como absurda, la vio sonreírle. 

La metió en un balde y la llevó a casa, sin importarle las burlas de sus compañeros. Estaba decidido a cuidar de ella, a ponerla en el centro de su existencia de solitario. Imaginó con dificultad cuáles serían sus necesidades; estaba muy acostumbrado a ver agonizar sardinas pero era la primera vez que se preocupaba de mantener a una con vida: agua de mar, algas, insectos, restos de pescado, toda golosina era poca para tratar de tenerla contenta. Proyectó incluso buscarle compañía. Sabía cuánto añoran las sardinas su cardumen. Se echaría a la mar, clandestinamente, y pescaría para ella un banco entero. Pero no hubo tiempo para tanto. La sardina, una vez cumplido el objetivo de salvarse, parecía haber perdido su encanto y su vigor. Se negaba a comer, su mirada había mutado hacia lo tenebroso y se dejaba flotar en el acuario improvisado como un náufrago sin ganas de ser rescatado. Una nostalgia infinita se había enseñoreado de ella. Podía haberla devuelto al mar, pero hubiera sido como arrojar a una novia en brazos de un amante de cualidades infinitamente superiores.

Ella murió una de aquellas noches mientras él la velaba con ojos de insomnio y de delirio. La enterró en lo alto de un pinar, en un risco  hasta el que llegaban la música de órgano del Atlántico y el perfume salobre del fondo marino.



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