El
sentido del humor del general era proverbial.
Todo el mundo lo tenía por un cachondo.
Es verdad que en su oficio no había demasiadas ocasiones de demostrarlo
salvo en las sobremesas con sus conmilitones, cuando empezaba a disparar chistes
de grueso calibre y no sabía en qué momento parar.
-
Alto el fuego, por favor, Campano. Nos duelen las tripas de tanto reír.
Al
estallar la guerra parecía habérsele agriado el carácter. La guerra y el humor
resultan escasamente compatibles -si acaso el humor negro-. Pero nuestro
general encontró una solución a su connatural propensión a la broma. Mandó
bombardear la ciudad -ya casi reducida a escombros por una larga campaña de
asedio- con gas hilarante. Sus escasos, famélicos y alucinados habitantes se
morían de la risa. Él también.
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