He
vivido lo bastante para asistir a la curiosa aventura de algunas palabras, a su
desplazamiento significativo, a su olvido, a su resurrección. La historia de la
lengua me ha puesto ante los ojos episodios de esa lucha universal por la vida
que alcanza hasta al territorio aparentemente inerte del diccionario. 'Aplicación'
es uno de esos términos que disfruta de una nueva vida, subida a la ola de la
tecnología y favorecida por su "falsa amistad" con el inglés.
Guardo
aún algunas hojitas de calificaciones en tamaño octavilla de mis años de
bachillerato elemental. Además de las notas de cada una de las asignaturas correspondientes
a cada curso, precediéndolas, se valoraban también tres aspectos referentes a
la conducta: Disciplina, Aplicación
y Urbanidad. Una santísima trinidad que servía para sancionar asuntos tan
diversos como la rebeldía ante la autoridad, la actitud apática en las clases o
las faltas en el aseo personal o los modales en la mesa. No sé cuál de las tres
se consideraría hoy más obsoleta y más improcedente según las actuales
tendencias pedagógicas.
Para
los adolescentes de hoy y para la mayoría de los usuarios del español, 'aplicación'
ha dejado de referirse al interés y esfuerzo
que los alumnos muestran por aprender y ha pasado a designar cualquiera de esa
multitud de programas informáticos que sirven para realizar infinidad de
tareas. Los móviles están plagados de aplicaciones, algunas de ellas muy útiles
y prácticas; otras muchas perfectamente prescindibles, cuando no idiotas. Los
hay que las coleccionan con tanta avidez que se ha llegado a hablar de un nuevo
síndrome de Diógenes digital que afectaría a todos aquellos que acumulan este
tipo de programas, que son incapaces de deshacerse de ellos aunque no tengan
intención de usarlos nunca.
Hay
aplicaciones de lo más disparatado y uno se las encuentra en cuanto rebusca un
poco. Hay una aplicación para aprender a besar, otra que te permite trazar un
mapa escatológico -para compartir con tus contactos- no de los lugares
propicios al amor donde has tenido un encuentro amoroso, sino de los lugares en
los que una necesidad imperiosa te ha obligado a descomer -que diría el maestro
Quevedo- o a 'exonerar el vientre' -que diría un académico decimonónico-.
Puedes atreverte a que te predigan la fecha de tu muerte, a que rastreen los
fantasmas que hay a tu alrededor, a hacerle vudú virtual a tu ex. Si te aburres
te puedes entretener explotando en la pantalla burbujitas como las del papel de
embalaje o bebiendo la jarra de cerveza con su espuma que la pantalla de tu
móvil simula ser. Y hay también una aplicación para eliminar las aplicaciones
que, pasado un tiempo, no has utilizado.
Llegará
un día en que no sabremos hacer nada sin la correspondiente aplicación o el
correspondiente tutorial. Digo aplicación
pero debería decir app que es la
forma acortada de la palabra (una apócope, según la terminología lingüística)
que casi todo el mundo usa. Y, al hilo de lo dicho, dos inocentes juegos y un
ruego con esta palabra protagonista de nuestro Palabrario de hoy:
1.
La gente se aplica cada vez más a las aplicaciones.
2.
App es una palabra appocopada.
3. Señores académicos, por favor, dejen de aconsejar utilizar 'apli' en lugar
de app. Es preferible el barbarismo a
la cursilería: "Me he descargado la apli del Candy Crash para no aburrirme
en los plenos del Congreso" (pronunciado con acento de Málaga, mejor).
No hay comentarios:
Publicar un comentario