En una sociedad tan avanzada
como la nuestra no deberían existir los tiempos muertos, los huecos en los días,
el ocio desprogramado. Así, individuos como Maxi, generalmente tan activos
cuando se les encomienda una tarea urgente, no tendrían ni un resquicio para
pensar, para pasarse las horas mirando a las musarañas o, en su caso,
contemplando sus uñas con aire circunspecto. En especial las uñas del dedo
pulgar. Empezó a encontrar en su superficie un patrón, unas hileras finísimas
que, según giraba el dedo bajo la luz de una lámpara, mostraban una factura
rectilínea, perfecta. Aquello fue el inicio de una indagación corporal
escrupulosa que le llevó a una pasmosa conclusión. No había más que ver las
huellas microscópicas, como deposiciones de un inyector sobre un molde, que la
mecánica distribución de la materia había ido dejando por doquier en su
anatomía. A partir de ahí reparó en la lineal sucesión de sus pensamientos, en
aquella manera de sentir, siempre tan exacta, sin percibir obstáculos ni
divergencias, buscando el camino más corto hacia la satisfacción de los deseos
o la resolución de problemas. Esa comprobación le llevó a echar de menos
algunas cosas y a comprobar que otras que hasta entonces le habían parecido
debilidades impropias de un ser superior -recuerdos de infancia, ilusiones
adolescentes, la zozobra agridulce de
vivir- le habían sido artificialmente implantadas.
Y solo entonces se le hizo
dolorosamente evidente que todo él había sido fabricado por una impresora 3D de
última generación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario