Envejecer en la ciudad pequeña,
en un tiempo apartado,
secundario,
en un remanso anónimo
del gran río del Tiempo.
Envejecer sabiendo que los
huesos
acopiarán su sol
en el Paseo de Invierno,
Y masticar los días lentamente,
ofrenda de pan ácimo
a un dios burlón que empieza a
sonreírnos
porque ya nada importa,
no aceleramos el corazón de
nadie,
nuestro pulso es tan tenue
que los niños nos ponen
en el pecho su oreja
para no confundirnos con un
árbol.
Y racimar las uvas
que nadie quiso en la vendimia
con su pequeña lágrima de miel.
Envejecer en la ciudad pequeña
entregado al placer de desandar
los pasos,
de recordar las penas viejas por
orden alfabético,
de sacar del armario
los gozos más profundos,
perfeccionando el arte de la
fuga
en los ángulos muertos de la
tarde,
esperando que un día, al doblar
una esquina,
-las ventajas de los sitios
pequeños-
la muerte nos salude
porque, al fin, se ha aprendido
nuestro nombre.
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