viernes, 27 de julio de 2018

EL MISÁNTROPO






             Muy joven, se desengañó de sus semejantes, hombres y mujeres, a los que consideraba por un igual desleales, veleidosos, interesados, nocivos. De ahí su amor hacia los animales, especialmente los perros. Desde su infancia siempre tuvo uno cerca, a quien consideraba su mejor -su único- amigo. Hasta que un día, después de mucho observar, llegó a la desoladora conclusión de que la fidelidad y el amor de un perro son también condicionados. No hay en ellos nada de generoso. Son la lealtad y el amor falsos del instinto de supervivencia, de un apego servil e involuntario. Y para remate, tienen la triste costumbre de vivir menos que nosotros.

            Se giró hacia los árboles. Durante algún tiempo encontró en ellos paz, silencio, consuelo. A su sombra parecía estar en su estado más natural, sin esperar nada ni deber nada, en armonía con el mundo. Aquello duró hasta su entrada en la vejez. Entonces empezó a molestarle profundamente el ciclo vegetal. Parecía que estuvieran riéndose de él. Morían en otoño y luego resucitaban en primavera. Se regeneraban en cada ausencia y se reincorporaban a la vida rejuvenecidos. Soportaban las talas, las mutilaciones y  volvían a brotar, conformes con sus heridas. Había algo de burla cruel contra su destino, el destino de cualquier hombre, cada vez más próximo, de desaparición. ¿Qué se habrán creído? -exclamó. Olvidó su propósito de que sus cenizas fueras depositadas en un hoyo, junto a las raíces de un roble, y buscó con la mirada algo capaz de comprenderlo y de compartir -sin molestarlo- su soledad de misántropo. Algo que escapara a la rueda de las emociones.

             Pensó en las piedras, las piedras con las que de niño jugaba a hacer montones como pequeños túmulos. En el mismo bosque del roble ahora desdeñado había un roquedal imponente, que había permanecido así a lo largo de los siglos. Se aproximó a él, tímido y ansioso, como el que no acaba de atreverse a sacar a bailar a una muchacha. Cuando estuvo muy cerca cogió una piedra que le cabía en la mano. Revestida de musgo tenía un tacto agradable. Pero hubo de soltarla de golpe, horrorizado: había tenido la triste certeza de que la piedra le sonreía.

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