Muy
joven, se desengañó de sus semejantes, hombres y mujeres, a los que consideraba
por un igual desleales, veleidosos, interesados, nocivos. De ahí su amor hacia
los animales, especialmente los perros. Desde su infancia siempre tuvo uno
cerca, a quien consideraba su mejor -su único- amigo. Hasta que un día, después
de mucho observar, llegó a la desoladora conclusión de que la fidelidad y el
amor de un perro son también condicionados. No hay en ellos nada de generoso.
Son la lealtad y el amor falsos del instinto de supervivencia, de un apego
servil e involuntario. Y para remate, tienen la triste costumbre de vivir menos
que nosotros.
Se
giró hacia los árboles. Durante algún tiempo encontró en ellos paz, silencio,
consuelo. A su sombra parecía estar en su estado más natural, sin esperar nada
ni deber nada, en armonía con el mundo. Aquello duró hasta su entrada en la
vejez. Entonces empezó a molestarle profundamente el ciclo vegetal. Parecía que
estuvieran riéndose de él. Morían en otoño y luego resucitaban en primavera. Se
regeneraban en cada ausencia y se reincorporaban a la vida rejuvenecidos.
Soportaban las talas, las mutilaciones y
volvían a brotar, conformes con sus heridas. Había algo de burla cruel
contra su destino, el destino de cualquier hombre, cada vez más próximo, de
desaparición. ¿Qué se habrán creído? -exclamó. Olvidó su propósito de que sus
cenizas fueras depositadas en un hoyo, junto a las raíces de un roble, y buscó
con la mirada algo capaz de comprenderlo y de compartir -sin molestarlo- su
soledad de misántropo. Algo que escapara a la rueda de las emociones.
Pensó
en las piedras, las piedras con las que de niño jugaba a hacer montones como pequeños
túmulos. En el mismo bosque del roble ahora desdeñado había un roquedal
imponente, que había permanecido así a lo largo de los siglos. Se aproximó a
él, tímido y ansioso, como el que no acaba de atreverse a sacar a bailar a una
muchacha. Cuando estuvo muy cerca cogió una piedra que le cabía en la mano.
Revestida de musgo tenía un tacto agradable. Pero hubo de soltarla de golpe,
horrorizado: había tenido la triste certeza de que la piedra le sonreía.
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