Cuando
despertó no tenía nada.
Le
habían quitado todo: la identidad -le habían robado la cartera y con ella su
documentación-, el dinero -no era nadie sin sus tarjetas bancarias-, la memoria
-le habían robado el móvil- y la ropa -también se la habían llevado-. Además de
la chica, habría que añadir, para ser exactos. Alguien más despierto se la había birlado. O
quizá ella voló, aburrida de esperar. (Recordaba vagamente que a su lado hubo
una mujer tendida).
No
había nadie a la vista. Se sintió como si fuera el único habitante del mundo,
en una playa virgen.
"Buena
ocasión para empezar de cero", se dijo el nuevo Adán, poniéndose en pie,
con actitud positiva aprendida en algún
libro de autoayuda. Dudó hacia dónde encaminarse: el mar y la tierra le
ofrecían sus promesas contradictorias, sus peligros complementarios.
Le
picaba la espalda y más aún donde la espalda se curva. La arena se había vuelto
insidiosamente ardiente y le quemaba.
En ese momento inaugural, solo
dos cosas se le mostraron evidentes:
-Era
la última vez que se quedaba dormido en una playa nudista.
-Era
la última vez que no hacía caso de un nombre: la playa se llamaba la Playa del
Muerto.
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