En aquel país de arbitristas y
especuladores, en el que las soluciones directas y eficaces siempre dejaban paso
al barroquismo del argumento y a la bella inacción de la palabrería, Afrodisio
Cabal explicaba a los poquísimos que se molestaban en oírlo o leerlo en su blog que no
había motivo de preocupación puesto que era imposible que los trenes chocaran.
Aunque la distancia que los separa -arguía- sea cada vez menor, siempre podrá
ser dividida por dos y cada una de estas porciones a su vez puede ser dividida
entre dos y así una y otra vez, formando
en cada nueva división nuevas mitades, hasta lo infinito. Y lo infinito,
por naturaleza, no tiene fin. Los trenes acabarán atrapados en esta paradoja
infinitesimal, colegía burlón este nuevo sofista, anacrónico discípulo de Zenón de Elea.
Desde una óptica más actual, al otro lado de la imaginaria frontera que estaba
empezando a levantarse entre los dos colectivos en conflicto, Oriol Foix,
utilizando herramientas conceptuales mucho más afinadas, había llegado a
parecida conclusión: la colisión no tendrá lugar, afirmaba categórico,
tranquilizador, mientras enardecía a los suyos. Una abstrusa mezcla en la que
utilizaba ecuaciones y aparataje matemático prestado del principio de incertidumbre,
de la física cuántica y de la hipótesis de los multiversos, demostraba -según él-
que los trenes viajaban en espacios y tiempos distintos, aunque el paralelismo
de su existencia hubiera provocado miedo y confusión. " Y aunque viajaran
en el mismo universo, tampoco llegarían a tocarse. En realidad los átomos nunca
se tocan. Nada se toca. Nosotros creemos que tocamos las cosas, que acariciamos
a alguien, pero es una ilusión creada por nuestro cerebro. Así que adelante con
las banderas..."
Confortados con estas y parecidas teorías los ciudadanos de un lado y de otro parecían morar en una teatral ciudad alegre y confiada.
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