Anotaba
Baudelaire que los españoles vivían "en una trágica falta de
seriedad". Si esto fuera así, habríamos de concluir que el modelo se ha
extendido por doquier. El mundo actual parece vivir en la edad dorada de la levedad, del infantilismo, de la
broma que exculpa, de la intrascendencia de nuestros actos, siempre reversibles
-hasta el de la muerte- en otro lance afortunado. Y no hay mejor procedimiento
para encarnar esta tendencia que el
juego. Repasemos algunos ejemplos:
La
teoría de los juegos se propone desde hace años como sistema matemático
aplicable a casi todos los campos de la realidad humana. Los videojuegos han
dejado su impronta en todas las narrativas, incluyendo la de la propia vida:
quien opera un dron no ve mucha diferencia entre superar una misión virtual que
le permitirá pasar al nivel siguiente y aniquilar a media aldea paquistaní. En
ambos casos se trata de manipular unos comandos, un joystick multifuncional (de
paso, ¡qué horrible sarcasmo llamar joystick -'palo de la alegría'- al dispositivo
que ordena bombardeos!). La ludopatía crece a caballo de una publicidad
desbocada que nadie parece interesado en frenar realmente (en el intermedio de
un programa de televisión que alertaba sobre el alarmante aumento de adictos al
juego se proyectó un anuncio para incitar a jugar al póker en línea). Se habla
-y con razón- de que buena parte de la economía financiera se ha convertido en
"economía de casino" donde los jugadores apuestan en una ruleta
universal que acaba concretándose en países arruinados y gente empobrecida. Los
jugadores de los equipos triunfadores son los nuevos héroes y no podemos dejar
de pensar con tristeza en que a una sociedad se la juzgará por los héroes que
elige.
Podríamos
seguir, pero concluimos este rápido
recorrido por la omnipresencia del paradigma del juego en nuestro tiempo con un
término de reciente creación: "Gamificación",
horrible engendro terminológico -podrían, al menos habernos evitado el crudo
anglicismo usando 'ludificación" o "jueguización", igualmente
contrahechas, pero no bárbaras- con el que se designan técnicas utilizadas en
campos como el trabajo social, la mercadotecnia, la publicidad y, muy
especialmente, la educación, en la que se está pasando del clásico
"enseñar deleitando" al "enseñar jugando". Se da así por
sentado que en el aprendizaje hay que evitar como males nefandos el
aburrimiento y el esfuerzo, sin tener en cuenta que ambos, en su justa y
limitada medida, son componentes inexcusables de cualquier tarea valiosa. En el
complejo proceso de aprendizaje la voluntad es esencial, nadie va a negarlo.
Pero si la motivación tiene que extraerla el alumno exclusivamente de la
diversión que le proporciona un videojuego didáctico, el resultado tendrá tan
poco alcance, será tan efímero como el mínimo placer contenido en el estímulo.
Sin desdeñar el uso ocasional de estas estrategias, haríamos bien en poner el
énfasis en interesar a los alumnos en el conocimiento -que es en sí mismo una
fuente de gratificaciones- al tiempo que los preparamos para enfrentarse a la postergación de las recompensas y para reconocer las dificultades que
aparecerán en cuanto abandonen el ámbito escolar. No vaya a ser que confundan
el medio con el mensaje, el rábano con las hojas y extraigan la azarosa
conclusión -casi calderoniana- de que todo en la vida es juego y los juegos
juegos son.
Porque
la vida, en el mejor de los casos, es un juego de suma cero: las ganancias y
las pérdidas están equilibradas. (Vaya, finalmente, la manía de la metáfora me
ha hecho caer también en la trampa de la "gamificación").
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