Durante mucho tiempo oropéndola fue para mí tan solo -¡tan
solo!- una de nuestras más bellas palabras. Su pronunciación me inundaba de gozosa e íntima fruición.
Dulcemente esdrújula, gongorina, ondulante, me llevaba a la cumbre tónica desde
su ladera oscura y luego me empujaba rodando hacia la luz final de la vocal más
abierta. Sabía de ella que era nombre de ave y poco más. Reconozco mi
incapacidad para catalogar más allá de
unas pocas y comunes espacies de pájaros. Su fugacidad consustancial me impide
diferenciarlos en su morfología y sus trinos me siguen resultando indescifrables. De esta forma la oropéndola
llegó a ser para mí criatura mítica de un bestiario fantástico, ave
fabulosa como el roc, la garuda indonesia o el ave fénix, que debía su existencia al mero encanto de su
designación. Daba por hecho que nunca vería una oropéndola y que si la veía no
sabría que la estaba viendo.
Pero la curiosidad no descansa y un
día la busqué en el diccionario académico para conocer su etimología. Aprendí así que esta palabra está compuesta
de los términos latinos aureus y pinnula, lo que equivale a 'pluma de
oro'. Habría que nombrarla patrona de los escritores, escribientes, escribanos y pendolistas. Seguí leyendo y en la normalmente
fría y aséptica descripción del diccionario encontré un detalle delicioso. La
oropéndola "hace el nido colgándolo, con hebras de esparto o lana, en las
ramas horizontales de los árboles, de
modo que se mueva al impulso del viento." En la última proposición
subordinada, en la sutileza del subjuntivo, adivinamos una intención maternal o de danza o de ingravidez. Este
nido-cuna brizado por la brisa aumentó mi estima por tan extraordinario pájaro.
Una oropéndola estaba aguardándome muy cerca, paciente, ya sin la agitación temblorosa del miedo, pero yo no lo sabía. En el Museo de Ciencias Naturales del IES Antonio Machado donde he
dado clase muchos años había un viejo ejemplar disecado y un día mis ojos asombrados repararon en él. Un ave disecada es
algo muy parecido a una palabra en el diccionario: tristeza embalsamada. Ambas
deben de sentir la nostalgia de la vida que les falta. El corazón del taxidermista
ha de ser tan frío como el del lexicólogo, aunque estos, alguna vez, se permitan
un pellizco poético en la prosaica sintaxis de las definiciones. ¡Qué destino
de Tántalo el del diccionario, contener toda la poesía, todas las emociones y
no ser capaz de activarlas! ¡Qué oficio dolorido el del taxidermista, acicalar
la belleza de lo muerto!
Contemplar
este bello pájaro disecado conmueve. Hay en él el recuerdo del vuelo y el
canto, la melancolía de un diminuto corazón detenido. El umbrío bullir del bosque y la pletórica libertad del cielo. Lánguido simulacro de lo que ya nunca volverá a ser. Por
eso, porque no quiero que la rigurosa y polvorienta quietud de la muerte acabe por contagiarse a
tan hermosas sílabas me impongo dos tareas:
-Sorprender su pronunciación en boca de
un niño campesino.
-Descubrir una oropéndola posada en un
árbol, captar el reflejo dorado de sus alas, escuchar su voz.
Solo así la palabra me habrá
entregado todo su sentido.
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