Como
un cataclismo reducido, resonó en el raro silencio de la clase. Algo había
caído con estrépito sobre la tarima flotante y rodó hasta la zona de influencia
de la mesa del profesor. Todos lo advirtieron y más de uno, levantando los ojos
del texto de Herodoto que se esforzaban en traducir, llegó a tiempo de seguir
la parte final del recorrido. También el profesor se percató. Pausadamente, más
a causa de la rigidez de sus fibras que del desinterés, se agachó y tomó en su
mano la pequeña bola dorada.
-¿De
quién es esto? - preguntó, bendiciendo para sus adentros al inventor de los
pronombres neutros.
-Es mía -respondió Sandra, al tiempo que se levantaba para recogerla.
La bolita se escurría entre los
dedos azorados del profesor irradiando un calor íntimo y turbulento.
Ya en su silla, Sandra se levantó
someramente, sin excesivo disimulo, la camiseta y colocó con naturalidad el
abalorio en el vástago que perforaba su
piel, junto al ombligo. Igual lo hubiera hecho en el lóbulo de su oreja.
Las manos del profesor aún sueñan,
temblorosas, cuando recuerdan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario