El
simio bajó del árbol desoyendo los consejos de los ancianos.
-Si
lo haces, no tendrás remedio -le advertían.
-Pronto
olvidarás cómo se trepa. Los dedos de tus pies se atrofiarán -le avisaban.
-¿Qué
va a ser de ti lejos de casa, mono, qué va a ser de ti? -le cantaron.
Pero
era el simio más listo del grupo y veía con claridad el futuro. Se irguió soberbio
sobre sus dos pies y amagó un gesto desdeñoso de adiós con las manos recién
liberadas. El futuro era suyo. Una tropilla de inadaptados lo siguió sin mucha
convicción.
Pasaron
los siglos y la estirpe de los monos sabios prosperó. Descubrieron el fuego,
fabricaron armas de madera, construyeron barcos y casas.
Un
día, el más listo de los monos listos, se sintió cansado, añorante. Quería
descansar a la sombra de un árbol, filosofar, y quizá, aunque no lo supiera,
ansiaba regresar a sus orígenes. Prescindir para siempre de la corbata. Acercarse al cielo por la escalera torcida de
un tronco. Columpiarse despreocupado de rama en rama. Sentirse un poco aéreo.
Disfrutar siendo espulgado. Buscó y buscó, pero sus ancestros se habían
extinguido y ya no quedaban árboles. Solo vio ceniza de hogueras, madera
consumida en barcos y casas, en papel. En armas inservibles.
Se
le hizo la noche. Miró a la luna, su yerma vastedad, y en ella vio el espejo donde se reflejaba el futuro de la Tierra. Era como si el muerto
satélite dijera: Fui lo que eras. Serás lo que soy.
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