lunes, 6 de marzo de 2017

CONCERTINA



        Debió de ser uno de esos poetas    atrabiliarios que prestan su genio esporádico  y selectivo para bautizar con bellos nombres  operaciones militares ("Niebla de otoño",  "Magia de fuego", "Luz del norte") o para ponerle letra a los himnos más violentos. O simplemente ese poeta anónimo y naif que todos llevamos dentro al que le gusta jugar con las analogías cotidianas que nuestra mente nos regala y que nos hace llamar, por ejemplo, violero, a ese molesto mosquito, vihuelista frustrado, que nos agrede con su amenazante sonido y el picotazo de su arco.



       De otra forma es difícil comprender cómo concertina, sustantivo que designa a un humilde y popular instrumento musical, hermano menor del acordeón, de sonoridad infantil, juguetona, como de baile al aire libre, haya acabado designando el alambre espinoso, dotado de criminales cuchillas diminutas que separa dos mundos, que colocan siempre los que tienen el poder para cerrar el paso a los deseos de libertad y de felicidad de los que están privados de ellas. Campos de batalla, campos de concentración y en los últimos tiempos muros o vallas contra los que buscan refugio prodigan este horripilante método disuasorio. En todo caso, las cuchillas no son retóricas y la piel de muchos desesperados ha conocido su brutal filo: separar, prohibir, desgarrar, ese es su siniestro cometido.



  ¿Dónde está la relación entre una concertina y la otra? En la forma de plegarse y desplegarse del alambre, cuyos rollos se abren y se cierran como el fuelle del instrumento musical y facilitan su transporte y su rápida colocación, tanto si es en el campo de batalla batido por el fuego enemigo como en una frontera que, de golpe, como suele suceder en los últimos años, anhela ser cruzada por muchedumbres que huyen de la guerra y de la miseria.



      ¿Y si volviéramos al significado original de la palabra y borráramos para siempre de nuestros diccionarios  y de la realidad el segundo y sobrevenido significado? Libraríamos a la música de esa relación ominosa con la atrocidad que siempre la persigue. Porque aún nos queda otro significado de nuestra palabra: la primera violinista de una orquesta es la concertina. 


           Ocurriría así que recibiríamos a los seres humanos a quienes el azar ha convertido en víctimas y en los que no queremos reconocernos con la música que brota de las delicadas manos de la mejor violinista o con una alegre melodía de acordeones. Y bailaríamos juntos -disuelta la absurda diferencia entre ellos y nosotros-  el baile de la fraternidad.

                   Un bello sueño que esta castigada palabra también compartiría.






















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