Sentado
a esta mesa camilla, el viejo
catedrático se va consumiendo. Los vidrios rotos de su pensamiento lo destrozan
por dentro. Todos lo consideran un traidor: los Hunos y los Hotros, como ya
había previsto. Está irremediablemente solo sobre el solar devastado de España.
Primero la Verdad que la Paz, ha sido su divisa: le será fiel hasta el
postrer suspiro.
Es el
31 de diciembre de 1936. Arrima cuanto puede sus pies helados al brasero. Parece estar de tertulia con un joven admirador recién llegado del frente. De pronto se desvanece, la cabeza vencida
sobre el pecho. El joven piensa que se ha quedado dormido, como a veces les
ocurre a los viejos. Respetuoso, no se
atreve a despertarlo. Ya no despertará, al menos en esta vida.
Huele a
goma quemada. Es la suela de sus zapatillas de andar por casa.
La
última afrenta que tiene que soportar: asistir a un entierro, el suyo, a hombros de
gente con camisa azul, entre cánticos militaristas y brazos levantados en saludo romano.
Se
llama Miguel de Unamuno y Jugo.
(Fotografías tomadas en la Casa-Museo de Unamuno en Salamanca)
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