jueves, 27 de octubre de 2016

EL VIGILANTE



            Hasta hoy, al escribir este relato de inestable realidad cuyo protagonista es Pedro Luis, no me había parado a reflexionar sobre las ventajas de una educación deficiente. 

            Pedro Luis, en efecto, había conseguido el graduado escolar en la escuela de adultos tras una adolescencia rebelde y borrascosa en que su viveza natural  no se acomodaba bien a la rutina y la sumisión del pupitre. Un módulo de grado medio de capacitación agraria había completado su precaria formación.

            Siempre había sido un espíritu libre, libérrimo, podíamos decir. Mientras su profesor se derramaba en mieles literarias -pongamos por caso- recitando viejos y entrañables romances a un auditorio somnoliento y lejano, él fabricaba cilindrines artesanos que quemaría después en un rincón durante el recreo. Las palabras proferidas desde la tarima docente no le entraban por un oído y le salían por otro: no le entraban por ninguno. Si Pedro Luis hubiera sido un alumno modélico y hubiera cursado estudios universitarios de ingeniería -pongamos otra vez por caso- ahora sería un becario frustrado y mal pagado en lugar de estar disfrutando como un beato en su puesto de trabajo, humilde, si se quiere, pero lleno de compensaciones. Una nueva versión de Simón el Estilita con todas las tentaciones del mundo reptando hasta su aéreo palacete. Y él preparado para caer en todas ellas.

            Campo, libertad, soledad, altura de miras, tiempo lento: esto era lo que le ofrecía su recién conseguido empleo de vigilante veraniego en una torreta, en medio de un pinar que no acababa nunca, con la única obligación de informar sobre  cualquier conato de incendio. Un traje a su medida. Hasta el identificador de transmisión que le habían asignado molaba: "Central, aquí Lobato 5 llamando a Central..." A sus pies el dosel del monte dormitaba la modorra de los días de agosto. Empingorotado en su puesto de observación pasaba de todo lo que estaba debajo. No se aburría, a pesar de que la cobertura del móvil era penosa. No tenía corriente eléctrica y eso sí era un inconveniente. Meaba desde lo alto, en plan bombero aficionado. Conectar su guitarra eléctrica al amplificador y marcarse unos solos a lo Hendrix desde aquel escenario único, hasta asustar a los buitres con sus atronadores ráfagas, hubiera sido lo más. Pero, en fin, tenía su guitarra española que tampoco estaba mal. Tocaba y cantaba para nadie. Mejor dicho, para él y para los pájaros y para los árboles y para las peñas. Quién sabe si sus tonadas, transportadas por un viento pícaro, llegarían al pueblo más cercano, hasta los oídos de alguna pava que sentiría la curiosidad de saber de dónde venía aquella música celestial y, siguiendo el rastro, se acercaría hasta la torre y treparía sinuosa...  Así, con estos y otros pensamientos placenteros, las horas muertas lo eran menos, aunque fueran nocturnas. Porque, claro, a él le caían los peores turnos. Noches, fines de semana y tal. 

            Fue precisamente un domingo tonto -para Pedro Luis, desde niño, todos los domingos eran tontos- cuando saltó la alarma en forma de pequeña columna de humo, en lo más espeso del pinar, como a un kilómetro de distancia. Con los prismáticos trató de precisar la imagen. Antes de dar una falsa alarma hay que tener cuidado con los espejismos que el calor hace surgir de la tierra. Es fácil equivocarse y hacer el ridículo más espantoso entre los veteranos. Todo cuadraba en el incidente: domingo tenía que ser. La barbacoa de algún probo jubilado que se salta las normas amparado en la edad. O quizá una quema de rastrojos. O el típico pirado pirómano que no tiene nada mejor que hacer en domingo. Sabía que tenía que comunicar con la central cuanto antes. En muy poco tiempo, el monte ardería como una tea impregnada de resina. El aire estaba tan seco que podría pensarse que la combustión era espontánea.

            Aguardó unos segundos. Y dudó. Se sentía importante, encumbrado. ¡Tantas cosas dependían de él ahora mismo! La vida de los árboles, de los bichos que se arrastran por el suelo, de los pájaros. A lo mejor también la de la gente de los pueblos próximos. Debía de ser un bonito espectáculo ver desde allí arriba el avance de las llamas, gigantescas como las olas de un tsunami de fuego. Un infierno de verdad, no como el que le pintaban en la catequesis. El pensamiento circulaba por su cerebro a una velocidad desconocida, cargado de una extraña electricidad. Se vio raro, viviendo un momento crucial.

            Dejemos a Pedro Luis disipando sus dudas y volvamos al principio, a las ventajas de un modesto bagaje cultural. Afortunadamente para el pinar y sus habitantes, Pedro Luis nada sabía de Nerón, no recordaba el romance que había comentado en clase, una mañana en que él estaba distraído, como siempre, hacía ya algunos años de ello, su profesor de literatura:

                        "Mira de Nero de Tarpeya
                        a Roma cómo se ardía.
                        Gritos dan niños y viejos.
                        Él de nada se dolía..."

            De haber tenido en su memoria la imagen del emperador apalancado en la roca Tarpeya tocando su cítara y babeando de gusto mientras contemplaba la inmensa hoguera, provocada por él, en que Roma se abrasaba, la tentación de coger la guitarra, soltar el transmisor y remedar la legendaria escena hubiera sido irresistible para Pedro Luis.  Y la balanza de la duda  hubiera tenido más posibilidades de  inclinarse del lado de la catástrofe.

            Antes de decidirse, aún tuvo un último y turbador pensamiento:  ¿Qué canción de las que controlaba le iría bien a aquella fabulosa exhibición de poderío?

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