Las
negras dentelladas del cierzo en las catalpas.
La
belleza fatigada de los arces.
El
declinar lentísimo del roble.
El
esplendor –tan crítico- del chopo.
La
desvalida luz entre los abedules.
El
rubor carnal del liquidámbar.
El
impasible vencimiento de la encina.
La
madurez gloriosa de los tilos.
La
dorada transparencia de los fresnos.
Las
livianas monedas al pie de las acacias...
(Otoña
cada árbol
de
una muerte distinta.
Otoño
cada año
encarnado
en un árbol diferente.)
Y
además, el otoño
terrible
de esos árboles
que
viven, tronco adentro,
una
muerte escondida,
mientras
sus hojas brillan, subyugadas
por
la luz de la lluvia,
obligadas
a mirar a los ojos
del
blanco rostro de otro invierno.
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