El
pueblo pasaba hambre, mucha hambre, porque las cosechas no eran suficientes
para llenar de arroz tantas escudillas. Todo el mundo lo miraba a él, al Gran
Timonel, que gobernaba los destinos de la muchedumbre con pulso tranquilo.
Tras
un día muy activo de su esclarecida mente, el Gran Timonel tuvo un sueño
revelador y a la mañana siguiente aquel gigantesco país se llenó de carteles
que no dejaban lugar a dudas. Había que estar muy loco para no comprender lo que
aquellos dibujos ordenaban. Y había que estar más loco aún para atreverse a
desafiar la voluntad del todopoderoso.
Huan
era un campesino conforme con la vulgaridad de su destino. En su precaria casa
sin patio, que él mismo había construido en las afueras de la aldea, consumía
su insignificante existencia de viudo sin ser importunado por nadie. Desde que
su Flor del Valle había muerto abatida por una enfermedad fulgurante que él
nunca llegó a creerse, se había asentado en un apacible desvarío que mantenía a
raya a cualquier improbable visita. Hablaba con los pájaros, conocía todos sus
dialectos: el de las palomas, tierno y ronroneante, el monosilábico de los gorriones,
el floreado del mirlo, el crascitar fúnebre del cuervo.
Las
consignas del Gran Timonel llegaban a todas partes, también a aquella remota
aldea, y alguien le hizo saber a Huan que incluso él estaba obligado a
cumplirlas. Huan observó al portador de la noticia como se observa a un ser de
otra especie, con curiosa incomprensión. Nada dijo, pero una obstinada voluntad
de no acatar le rezumaba en la mirada.
En
la aldea todo el mundo se esforzaba por conseguir el objetivo fijado por las
autoridades. Había que aniquilar a los gorriones, declarados enemigos del
pueblo, porque cada uno de ellos devoraba al año más de cuatro kilos de grano
propiciando con ello la hambruna. Piedras, balines, perdigones, redes, liga,
palos: cualquier arma, cualquier táctica de combate era lícita en aquella
guerra desigual y despiadada. Pero, más allá de ese previsible arsenal, se
había desarrollado un método de retorcida crueldad que a Huan se le hacía
insoportable: hasta su humilde refugio
llegaba un estrépito distante de cacerolas golpeadas que no cesaba ni de día de
noche. Se trataba de espantar a los pájaros para que no se posaran y acabaran
cayendo al suelo rendidos de agotamiento. Después disponían las piezas cobradas
en artísticas carrozas enguirnaldadas y organizaban desfiles cívicos para
mostrar su entusiástica adhesión a los deseos del Guía Supremo.
Pronto
se supo una verdad peligrosa. Huan daba amparo a los perseguidos. Alrededor de
su cabaña los pájaros se amontonaban como esas espesas bandadas de estorninos
que se juntan en otoño para ensombrecer el campo. No solo no los espantaba sino
que los alimentaba.
El
comisario local -hombre, por lo demás, extrañamente bonachón- perdió la
paciencia ante aquella chaladura pero hizo un último intento de evitar males
mayores. De aplicarle las instrucciones recibidas, aquel viejo debería ser
tratado como un traidor que esconde en su casa a elementos
contrarrevolucionarios.
Convocó
a Huan, lo amenazó, trato de penetrar en la extraña lógica de su mente.
-No
quiero matar a mi mujer -alegó por toda explicación.
Fue
así como se supo que Huan estaba más loco de lo que aparentaba.
-Hablo
con ella todas las mañanas, aunque no siempre habita en el mismo gorrión-
continuó al cabo de un rato-. Siempre fue un poco caprichosa.
El
comisario, decidido ya a enviar a Huan a un asilo comunal para dementes, se
relajó, dispuesto a apurar hasta el final aquella descabellada y regocijante
fantasía.
-¿Y
qué es lo que te dice, camarada?
-"Nos
vengaremos después de muertos". Eso dice.
Huan
fue conducido al manicomio encerrado en una jaula de madera, sobre una carreta
tirada por búfalos de agua, en medio del jolgorio popular. Muchachas
uniformadas portaban grandes cartelones alusivos y ristras de pajarillos ensartados colgaban
de largas varas a hombros de los niños. En todo el trayecto no cesaron los
cánticos y la música. El pueblo demostró, una vez más, una sabia inclinación a
la alegría sin apartarse del recto camino. Nadie miró hacia el cielo. Si lo
hubieran hecho habrían podido observar una densa nube de gorriones escoltando
en silencio desde lo alto a aquel inofensivo loco.
Huan
no llegó a la primavera. Nadie lo vistió para la última ceremonia ni hubo
cortejo que acompañara a su cuerpo
desnutrido hasta la pagoda. Quizá podría consolarnos de una muerte tan triste
el hecho cierto de que, al no haber expirado en su propio lecho, no estará
condenado a cargar por toda la eternidad una pila inacabable de ladrillos.
Quizá podríamos conjeturar que gorriones canoros -todo es posible en el más
allá- endulzarán para siempre sus oídos con celestiales cánticos y que su Flor
del Valle habrá recuperado el aspecto de la joven que lo enamoró.
Muy
a su pesar, el comisario del pueblo hubo de acordarse de Huan y de sus enigmáticas palabras al llegar el verano.
Sin
la amenaza de los gorriones, sin su hambre justiciera y salvadora, una plaga de
langosta como no había habido otra, asoló los campos de aquel gran país y no
dejó ni una espiga, ni un grano que llevarse a la boca.
"El
Gran Timonel no se equivoca nunca", se dijo, resignado, el comisario. Y
sentenció: "A veces hay que retroceder un poco y ceder unos pasos para
poder dar el Gran Salto hacia Delante".
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