lunes, 21 de noviembre de 2016

PAJARICOS



                El pueblo pasaba hambre, mucha hambre, porque las cosechas no eran suficientes para llenar de arroz tantas escudillas. Todo el mundo lo miraba a él, al Gran Timonel, que gobernaba los destinos de la muchedumbre con pulso tranquilo.

                Tras un día muy activo de su esclarecida mente, el Gran Timonel tuvo un sueño revelador y a la mañana siguiente aquel gigantesco país se llenó de carteles que no dejaban lugar a dudas. Había que estar muy loco para no comprender lo que aquellos dibujos ordenaban. Y había que estar más loco aún para atreverse a desafiar la voluntad del todopoderoso.

                Huan era un campesino conforme con la vulgaridad de su destino. En su precaria casa sin patio, que él mismo había construido en las afueras de la aldea, consumía su insignificante existencia de viudo sin ser importunado por nadie. Desde que su Flor del Valle había muerto abatida por una enfermedad fulgurante que él nunca llegó a creerse, se había asentado en un apacible desvarío que mantenía a raya a cualquier improbable visita. Hablaba con los pájaros, conocía todos sus dialectos: el de las palomas, tierno y ronroneante, el monosilábico de los gorriones, el floreado del mirlo, el crascitar fúnebre del cuervo.

                Las consignas del Gran Timonel llegaban a todas partes, también a aquella remota aldea, y alguien le hizo saber a Huan que incluso él estaba obligado a cumplirlas. Huan observó al portador de la noticia como se observa a un ser de otra especie, con curiosa incomprensión. Nada dijo, pero una obstinada voluntad de no acatar le rezumaba en la mirada.

                En la aldea todo el mundo se esforzaba por conseguir el objetivo fijado por las autoridades. Había que aniquilar a los gorriones, declarados enemigos del pueblo, porque cada uno de ellos devoraba al año más de cuatro kilos de grano propiciando con ello la hambruna. Piedras, balines, perdigones, redes, liga, palos: cualquier arma, cualquier táctica de combate era lícita en aquella guerra desigual y despiadada. Pero, más allá de ese previsible arsenal, se había desarrollado un método de retorcida crueldad que a Huan se le hacía insoportable:  hasta su humilde refugio llegaba un estrépito distante de cacerolas golpeadas que no cesaba ni de día de noche. Se trataba de espantar a los pájaros para que no se posaran y acabaran cayendo al suelo rendidos de agotamiento. Después disponían las piezas cobradas en artísticas carrozas enguirnaldadas y organizaban desfiles cívicos para mostrar su entusiástica adhesión a los deseos del Guía Supremo.

                Pronto se supo una verdad peligrosa. Huan daba amparo a los perseguidos. Alrededor de su cabaña los pájaros se amontonaban como esas espesas bandadas de estorninos que se juntan en otoño para ensombrecer el campo. No solo no los espantaba sino que los alimentaba.

                El comisario local -hombre, por lo demás, extrañamente bonachón- perdió la paciencia ante aquella chaladura pero hizo un último intento de evitar males mayores. De aplicarle las instrucciones recibidas, aquel viejo debería ser tratado como un traidor que esconde en su casa a elementos contrarrevolucionarios.

                Convocó a Huan, lo amenazó, trato de penetrar en la extraña lógica de su mente.

                -No quiero matar a mi mujer -alegó por toda explicación.

                Fue así como se supo que Huan estaba más loco de lo que aparentaba.

                -Hablo con ella todas las mañanas, aunque no siempre habita en el mismo gorrión- continuó al cabo de un rato-. Siempre fue un poco caprichosa.

                El comisario, decidido ya a enviar a Huan a un asilo comunal para dementes, se relajó, dispuesto a apurar hasta el final aquella descabellada y regocijante fantasía.

                -¿Y qué es lo que te dice, camarada?

                -"Nos vengaremos después de muertos". Eso dice.

                Huan fue conducido al manicomio encerrado en una jaula de madera, sobre una carreta tirada por búfalos de agua, en medio del jolgorio popular. Muchachas uniformadas portaban grandes cartelones alusivos  y ristras de pajarillos ensartados colgaban de largas varas a hombros de los niños. En todo el trayecto no cesaron los cánticos y la música. El pueblo demostró, una vez más, una sabia inclinación a la alegría sin apartarse del recto camino. Nadie miró hacia el cielo. Si lo hubieran hecho habrían podido observar una densa nube de gorriones escoltando en silencio desde lo alto a aquel inofensivo loco.

                Huan no llegó a la primavera. Nadie lo vistió para la última ceremonia ni hubo cortejo que  acompañara a su cuerpo desnutrido hasta la pagoda. Quizá podría consolarnos de una muerte tan triste el hecho cierto de que, al no haber expirado en su propio lecho, no estará condenado a cargar por toda la eternidad una pila inacabable de ladrillos. Quizá podríamos conjeturar que gorriones canoros -todo es posible en el más allá- endulzarán para siempre sus oídos con celestiales cánticos y que su Flor del Valle habrá recuperado el aspecto de la joven que lo enamoró.

                Muy a su pesar, el comisario del pueblo hubo de acordarse de Huan y de sus  enigmáticas palabras al llegar el verano.

                Sin la amenaza de los gorriones, sin su hambre justiciera y salvadora, una plaga de langosta como no había habido otra, asoló los campos de aquel gran país y no dejó ni una espiga, ni un grano que llevarse a la boca.


                "El Gran Timonel no se equivoca nunca", se dijo, resignado, el comisario. Y sentenció: "A veces hay que retroceder un poco y ceder unos pasos para poder dar el Gran Salto hacia Delante".





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