Antes de que se perpetrara el arboricidio y se consumara esta aberración en nombre del progreso, hubo manifestaciones, acciones de protesta, artículos en los periódicos, informes medioambientales contrarios. Nada sirvió de nada. Como en una tragedia griega, la catástrofe resultó inevitable. Desarrollar debería ser lo contrario de arrollar. De eso hace ya mucho tiempo. Por entonces escribí este poema que los años y la tozudez en el error han convertido en elegía. Era una espléndida mañana de primavera...
Bajo
una luz de réquiem,
la
belleza es más cierta, irrefutable,
una
herida futura que ya empieza a dolernos.
Vivía
la mañana
en
el país tranquilo de la lluvia,
inerme,
vulnerable
en
sus árboles viejos,
en
la memoria frágil de la hierba,
en
la mirada zen del ojo de la vaca.
No
llorarán los pájaros
porque
son rehenes de una alegría
que
a todos pertenece
y
en esta primavera
que
ha devuelto su voz a los arroyos,
su
nombre a los ríos fatigados,
solo
parecen justas las palabras del gozo.
Y
sin embargo, hoy he visto en el soto
cigüeñas
que alimentan a sus crías
con
vísceras de escuerzo y libélulas negras.
He
visto los crotales, castañuelas sin música,
destilando
veneno, una cifra fatal,
en
la oreja infantil de las terneras.
He
adivinado un río
sin
chopos ni abedules
condenado
al silencio de un animal domado.
He
imaginado el rostro de los prados,
la
corola amarilla de las prímulas,
sepultados
por un vómito gris.
En
el último anillo de los fresnos talados
se
formará el dibujo del espanto,
la
silueta triste
del
corazón amargo de los hombres.
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